Con Lula y Petro la izquierda avanza en América Latina

Tuesday, November 15, 2022

El triunfo de Lula a fines de octubre de 2022 en las elecciones presidenciales en Brasil y de Gustavo Petro en las elecciones presidenciales de Colombia meses atrás, significa la afirmación de una dinámica en la política de América Latina que viene del último cuarto de siglo y nos pone quizás si definitivamente en un curso distinto al que la región tuvo en el siglo XX.

Hasta las décadas de 1970 y 1980 del siglo pasado el mapa político regional estaba marcado por el dominio de dictaduras militares, de derecha en la mayor parte de los casos, que excluían a la democracia del juego político en el continente y que hacían que la situación se definiera por el conflicto: dictadura- oposición democrática. Tanto el fin de la guerra fría, que reconfigura el mapa político global y en especial la influencia de Estados Unidos en la región; así como la derrota de las dictaduras por sucesivos procesos de transición democrática, de características particulares en cada lugar, llevó al establecimiento de regímenes democrático-representativos. Estas democracias, sin embargo, al establecer o continuar con modelos económicos neoliberales, brindaron o devolvieron derechos civiles y políticos con una mano, pero recortaron o simplemente quitaron derechos sociales con la otra. Esta pareja dispareja de democracia y neoliberalismo llevó al fracaso de la consolidación democrática que supuestamente deberían haber traído las transiciones.

Este fracaso de las transiciones desató importantes movimientos sociales antineoliberales en la vuelta del siglo, finales del XX y principios del XXI, que se tradujeron en el triunfo electoral de coaliciones de izquierda y centro izquierda en la mayor parte de la región, configurando lo que se llamó el “giro a la izquierda” en América Latina. En un primer ciclo Venezuela, Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia y Ecuador tuvieron gobiernos progresistas. Este giro, sin embargo, ha merecido diferentes apreciaciones, en algunos casos se denominó de izquierda, en otros progresista, por último entre los más escépticos “marea rosa”, pero en todo los casos se ha distinguido de otros períodos políticos porque no había sucedido antes, en extensión y profundidad, nada parecido. El conflicto pasó a ser entonces entre una forma limitada y elitista de la democracia, donde todavía resistía o resiste en su asociación con el neoliberalismo, y otra democracia, más social, que se basa no solo en procedimientos sino en la participación ciudadana, la justicia social y la independencia nacional.

El giro a la izquierda o progresista presenta un contraste con formas anteriores de establecer un camino para tomar el poder y transformar la sociedad que parte importante de la izquierda latinoamericana había planteado durante el siglo XX. Ya no se trata de una vía revolucionaria que asalte el poder y lleve adelante medidas irreversibles. Se trata de una vía electoral que lleva, generalmente a una coalición de partidos de izquierda y centro izquierda, al gobierno de un determinado país y abre la posibilidad de reformas, cuyo carácter irreversible no sólo va a depender de una correlación puntual de fuerzas sino del establecimiento de una hegemonía política en el mediano y largo plazo. Este contraste va a causar desconcierto en las propias filas izquierdistas en un primer momento, pero se va a asentar como la norma conforme el nuevo contexto global y regional señalan a la democracia como el único juego posible que, a diferencia del pasado, permite que entren a la competencia alternativas de izquierda.

Por supuesto que no todos los gobiernos llamados progresistas han mantenido un cauce democrático, en especial en lo que respecta a elecciones competitivas, el respeto a la oposición y al pluralismo político. Los casos de Venezuela y Nicaragua son emblemáticos al respecto. Venezuela ha tenido un giro autoritario, por lo menos en la última década, en respuesta a los ataques de la oposición y el bloqueo económico, creando una crisis política que no resuelve hasta el presente. Nicaragua es un caso altamente controvertido para considerarlo parte del giro a la izquierda y configura, en esta segunda etapa del sandinismo en el poder, una dictadura familiar más que un tipo de gobierno progresista.

Sin embargo, el carácter abierto del proceso en la mayoría de los casos, habiendo tenido los gobiernos progresistas un origen electoral y estando sujetos al vaivén de la dinámica gobierno-oposición, en el que la derecha responde cada vez con mayor radicalidad a las reformas progresistas, hace que, así como se ganan también se pierdan elecciones. Por ello, podemos configurar un primer ciclo progresista que va de 1998, año del triunfo de Hugo Chávez, hasta mayo de 2016, momento del golpe parlamentario contra Dilma Rousseff. Primer ciclo que es sucedido por varios triunfos de derecha, que tienen, como señalé, una respuesta cada vez más atenta y radical en la defensa de los intereses de los grandes propietarios.

Quizás el mayor problema que tuvieron los gobiernos progresistas en este primer ciclo haya sido su dificultad para romper con el modelo económico de exportación de materias primas, también llamado extractivista, que ha sido la característica histórica de América Latina. Si bien los precios altos de las materias primas en el mercado mundial (2003-2014) favorecieron un importante crecimiento del PBI regional (alrededor de 4% en promedio) y las políticas de redistribución que llevaron adelante, al mismo tiempo no fueron un incentivo para el desarrollo de un modelo económico alternativo, no anticapitalista, como señala la propaganda de la derecha, sino posneoliberal, para poner a América Latina en una ruta de desarrollo nacional que vía la integración sirva al desarrollo del conjunto de la región. Este es uno de los principales asuntos que queda pendiente en la actualidad.

Empero, el cierre de este primer ciclo, si bien distinguible nunca fue completo. Hubo cambios a gobiernos de derecha en Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay, Ecuador y brevemente en Bolivia. Han destacado en estos cambios el triunfo de Muricio Macri en Argentina el 2015 y el de Jair Bolsonaro en Brasil en 2018, así como el golpe de estado contra Evo Morales, finalmente revertido en Bolivia, entre 2019 y 2020. Bolsonaro (2019-2023) quizás sea el que más ha avanzado en esta agenda derechista, mostrando su desprecio por la democracia y su complicidad con los militares, pero ni él ha podido llegar a una regresión autoritaria en términos de un cambio de régimen. Sin embargo, la respuesta ha sido de proporciones mucho mayores. López Obrador ganó en México el 2018, inaugurando una segunda ola, de especial importancia por la dimensión de México y la cercanía con los Estados Unidos. A México ha seguido Argentina con Alberto Fernández, Chile con Gabriel Boric, Colombia, otrora bastión derechista, con Gustavo Petro y finalmente Brasil, con el triunfo reciente de Lula.

Hay un hecho nuevo en esta dinámica y fundamental a reseñar. La derecha en su reacción al giro progresista y en especial a la ola democratizadora que éste ha traído a la región, ha empezado o vuelto a empezar, de acuerdo con cada experiencia nacional, un uso masivo de las instituciones del estado de derecho para llevar adelante sus objetivos políticos, en especial contra sus oponentes más destacados. Se trata del uso del control parlamentario para orquestar golpes de estado y de la judicialización de la política o persecución judicial de los líderes progresistas para estigmatizarlos como corruptos, anularlos políticamente y, si pueden, encarcelarlos vía sentencias condenatorias en el sistema judicial. Esta práctica, se ha extendido en diversos países. Ejemplos emblemáticos en el primer caso han sido los golpes parlamentarios contra Fernando Lugo en Paraguay el año 2012 y Dilma Rousseff en el Brasil el 2016. En el segundo, los de Cristina Kirchner en la Argentina que tiene por lo menos 15 años, sin haber llegado a ninguna sentencia, Rafael Correa en Ecuador desde el año 2017 habiendo sido condenado, pero sin que su sentencia tenga reconocimiento internacional y el más famoso de todos, el de Lula, que lo llevaría a la cárcel el 2018 por más de 500 días, para luego ser exculpado por la Corte Suprema de su país.

Este uso de las instituciones para derrocar gobiernos y perseguir opositores, no es sino una de las características de esta derecha radicalizada luego del primer ciclo progresista, que parece dispuesta a todo para evitar que se consolide uno segundo. Pero lo que es más importante, señala un cambio en su actitud frente a la democracia, incluso frente a la democracia liberal que ellos dicen practicar. Como casi desembozadamente señalan, ya no interesaría tanto que haya elecciones, sino quién las gane, para que este régimen político sea aceptado por ellos. Es difícil saber hasta dónde puede llegar esta radicalidad, pero lo que sí es claro, por el momento, es que no aún llega a empatar, institucionalmente hablando, con las Fuerzas Armadas, lo que podría significar una vuelta a los golpes militares de antaño, que no aparecen por el momento en la agenda de la región y en lo permitido por la política exterior de los Estados Unidos.

A pesar de esta radicalización de derecha el cambio en la política latinoamericana ha continuado. El triunfo de Lula, afirma este segundo ciclo empezado por López Obrador y, lo que, es más, lo hace con una característica distintiva: liderando una amplia coalición de centro izquierda, en la que ha podido reunir a un sector mayoritario de las fuerzas democráticas brasileñas. Queda por ver si esto es suficiente para enfrentar una derecha radicalizada, que ha ganado el Congreso y supo capitalizar un porcentaje del voto cercano a la mitad, lo que le permitió un triunfo a Lula por una mínima diferencia de 2%.

La situación hacia adelante con este segundo ciclo progresista confirma la tendencia empezada hace 25 años que marca la política de América Latina. Sin embargo, la correlación de fuerzas de corto plazo frente a una derecha radicalizada que es cada vez más tentada por el golpismo hace este segundo ciclo más complicado que el primero, extrañándose una mayor y mejor coordinación regional que enfrente las amenazas de regresión autoritaria que nuevamente visitan el subcontinente.

Luego de reseñados los dos ciclos progresistas que establecen tendencia, no podemos olvidar que escribimos desde el Perú. Aquí, la hegemonía de una derecha históricamente oligárquica y hoy neoliberal, nos recuerda que este país ha llegado tarde, recurrentemente, a los grandes episodios de la historia latinoamericana. Ojalá que el ejemplo de los países hermanos que nos rodean sea acicate suficiente para retomar las tareas de la segunda independencia secularmente postergadas.

Publicado originalmente en Ideele