¿Crisis de qué...?

Saturday, February 26, 2022

La decepción por la que atraviesa el Perú frente al gobierno de Pedro Castillo luego de siete meses en el poder podría resumirse, de la manera más básica, más allá de la esperanza de reformas y el lanzamiento de un proceso constituyente, en que no da muestras de ser una salida a la crisis política, ya endémica, por la que pasa el Perú. Una salida, como canalización de esta, aunque no fuera exactamente una solución a la crisis persistente. No está demás decir que las crisis en la política necesitan de salidas primero, para luego convertirse en soluciones si es que alcanzan una nueva estabilidad.

Pero empecemos reiterando, porque lo hemos hecho muchas veces, la caracterización de la actual crisis. ¿Crisis de qué…? La pregunta es pertinente porque los medios de comunicación nos bombardean diariamente con escándalos que están centrados en personas que hacen mal las cosas y las hacen además de manera corrupta. En otras palabras, el problema de remite a personajes incapaces y corruptos.

Como la memoria política suele ser corta lo de incapaces y corruptos se refiere a este gobierno; los anteriores o la manera como funcionaban antes las cosas, sería el ideal con el que habría que comparar esta realidad atroz. Sin embargo, antes de Pedro Castillo también estábamos en crisis. En los cinco años anteriores tuvimos cuatro presidentes y dos congresos, nada de lo cual nos condujo fuera de la situación de crisis. Rápidamente, todo esto nos hace ver que no es una crisis de personas o de gabinetes, sino de régimen. Se trata de una crisis de régimen.

Y ¿qué es un régimen político? Pues el arreglo institucional que toma un estado reflejando los intereses que lo componen. El último en nuestro país, en el que vivimos actualmente, es el impuesto con el golpe del cinco de abril de 1992 y refrendado por la constitución de 1993. Ahora bien, ese régimen se aloja en los cambios que sucedieron en el estado peruano con el final de la guerra interna como guerra sucia y el fracaso de la transición democrática de la década larga de 1980. Esto llevó a que desde la esfera púbica se abandonara toda pretensión reformista y el aparato estatal volviera a ser capturado, como en las épocas del estado oligárquico, por los grandes intereses económicos. Régimen y estado volvieron entonces a conectar plenamente con oligarquía y colonia, gobierno de muy pocos y dependencia extrema de poderes extranjeros, y nos sumimos en una regresión de la que no salimos todavía.

Esto ha dado paso al denominado ciclo neoliberal que ya cumple treinta años y que está en aguda crisis hace cinco. Quisiera empezar por un componente crucial que caracteriza esta crisis: la corrupción de la mayor parte de la clase política. Esta corrupción que hemos y seguimos observando en toda su desnudez, es el disolvente que erosiona la hegemonía ideológica y cultural del régimen establecido con el golpe del cinco de abril. La hegemonía aquí es muy importante, porque esta no es sino una construcción de ideas que se produce básicamente desde la política y que le da legitimidad a un régimen y a un estado. La hegemonía y la legitimidad consecuente es lo que hace que la gente crea que los que mandan tienen el derecho a mandar. Esa certeza, crucial para un gobierno efectivo, es la que empieza a desmoronarse con el disolvente de la corrupción.

Pero la corrupción no se explica sin el fracaso económico de este ciclo neoliberal, que multiplicó por tres nuestro PBI en 30 años, mantuvo intocable la sólida roca de la informalidad por encima del 75% de la PEA y a la vez profundizó nuestra inmensa desigualdad que colocó a la economía peruana, según Alarco, Castillo y Leiva (2019), entre las economías más desiguales del mundo, lo que volvió muy frágil la reducción de la pobreza causada por el crecimiento económico. Se trata entonces de una economía que no multiplica las oportunidades sino para un sector reducido de la población, continuando con nuestra constante histórica de bloqueo de la movilidad social ascendente para las grandes mayorías, que son no sólo pobres o muy pobres sino étnicamente diferentes a la mayoría de los que tienen o heredan el éxito. Si hemos tenido un crecimiento excluyente en el auge del ciclo neoliberal, podemos imaginarnos cómo será la exclusión en su momento de crisis.

A la corrupción y las dificultades económicas se agregan las características políticas del ciclo neoliberal. Primero en dictadura y luego en democracia no se ha ido más allá de un régimen de minorías en el poder del estado. La transición del 2000, con la huida de Fujimori, no consolidó una democracia estable y alimentó la frustración. Los motores de la democratización que son los movimientos sociales y los partidos políticos, fueron incapaces de renovarse, a la vez que reprimidos en sus reclamos y bloqueados en su inscripción, hasta que los últimos episodios de la crisis fuerzan una reforma a medias, durante el período de Martín Vizcarra, que no termina de encauzar el sistema.

No es curioso que la crisis afecte primero a las élites políticas y económicas porque estas han sido y son vistas como las principales beneficiarias de un modelo neoliberal. Además, desplazada la primera fila con las acusaciones y juicios contra Toledo, García, Humala, Keiko Fujimori y Kuczynski; vienen las siguientes filas que no parecen ser mejores. El caso de los presidentes y expresidentes regionales es patético, ya que casi es una regla que casi todos estén acusados y eventualmente condenados por corrupción. Incluso los funcionarios de un gobierno que llegó predicando el cambio aparecen también salpicados de corrupción. A esto agregamos a los congresistas, en su mayoría casi inmediatamente rechazados por la misma población que los eligió. Por todo esto, se extiende la creencia de que no hay solución en las élites políticas, con todo lo de bueno y malo que esto tiene para un país, porque una clase dirigente no se hace de la noche a la mañana. Sin embargo, sus conflictos son vistos con desprecio y se ligan más en la conciencia popular a una disputa por el reparto de prebendas que a discrepancias de tipo político programático.

Esta es la profundidad de la crisis que afrontamos, de un calado institucional y estatal que requiere cambios mayores para poder procesarse y encontrar un camino, distinto del actual, que nos lleve a una salida política. Por ello, es que se empieza a hablar nuevamente en los últimos años de proceso constituyente, de un proceso que nos lleve por la vía del debate y la organización ciudadana a un nuevo pacto entre los peruanos. Por más que la derecha se esfuerce en el Congreso por ponerle todo tipo de vallas al proceso constituyente y la mala perfomance del gobierno de Castillo abone en el mismo sentido, la llama sigue vive en la población. Una última encuesta del Centro Latinoamericano de Geopolítica (CELAG) www.celag.org/encuesta-peru-enero-2022/ , señala que el 57.7% de los peruanos desea un cambio constitucional. El solo hecho de la polarización que causa el proceso constituyente es una muestra de los intereses que afecta y de los que potencialmente podría beneficiar, teniendo la virtud esta polarización de poner las diferencias sobre la mesa con claridad. Cabe ahora a los actores políticos encauzar estas diferencias de manera democrática para que la polarización no se vuelva fatal.

Una de las cuestiones que señalan los adversarios del proceso constituyente es que invocar al poder constituyente originario, es decir el regreso del poder a la fuente última de soberanía que es el pueblo, es un recurso autoritario porque supondría darle al ente, asamblea o congreso, al que se encargue la elaboración constitucional demasiado poder. Resulta gracioso el argumento para quienes defienden una constitución producto de un golpe de estado y ratificada en un referéndum fraudulento, pero la farsa se ha convertido ya en el pan nuestro de cada día en la política peruana. Por el contrario, tanto a la luz de nuestra historia republicana como constitucional anterior estrechamente asociada a golpes de estado, hay necesidad de un proceso constituyente en democracia para avanzar a una república democrática, en la que se respeten y amplíen los derechos fundamentales y estos se traduzcan en poder, a través de una participación y representación efectivas de los ciudadanos. Uno de los graves defectos de las constituciones latinoamericanas últimas es precisamente ése: muchos derechos, pero poca traducción en poder efectivo del pueblo soberano, lo que hace que surjan y se repitan los caudillos predestinados.

Ahora bien, la salida constituyente es la versión optimista de lo que puede suceder en el Perú. También podemos acelerar la descomposición en la que nos encontramos. Una descomposición que viene, ciertamente de antes, pero que se ha acelerado durante el gobierno de Castillo, sobre todo porque al haber proclamado esperanza y no cumplir con ella, ayuda a perder la esperanza a la población y se genera el terreno propicio para el autoritarismo. Debemos por eso defender lo que nos queda de democracia y mirar al futuro buscando una salida de fondo para nuestros problemas, más allá de los personajes grandes o pequeños, que no sea engaño ni tampoco autoengaño.

Bibliografía

Alarco Germán, César Castillo y Favio Leiva. 2019. Riqueza y desigualdad en el Perú. Visión Panorámica. Lima: Oxfam.

Publicado originalmente en Revista Ideele en Febrero de 2022.