El contagio, la cura y el futuro
Vivimos tiempos de miedo e incertidumbre. Un tiempo que yo particularmente no había pensado que me tocaría vivir. La primera sorpresa, aunque los demás que me rodean se pregunten por qué una sorpresa, es ser considerado “adulto mayor”, con la inmensa desventaja de que mis hijos y algunas amistades se preocupan por mi vida cotidiana causándoles y causándome una preocupación, y la ventaja, aunque banal me dicen, de no hacer cola en el súper mercado. El haber sospechado del sistema desde la primera juventud de alguna manera me hizo inmune al miedo inicial, he visto cocinar tantas cifras y esconder tanta disputa por el poder, grande y pequeña, que es difícil que me convenzan de que algo da miedo.
Los medios de comunicación, casi sin excepción, fracasan cuando quieren penetrar mi curtiembre de décadas, con sus mentiras interesadas. Pero han sido los salvajes de la vida cotidiana, la casera del mercado, nuevamente la familia y los amigos, los que me han convencido de que había que tener miedo.
Empero, ¿de qué tenemos miedo? Del contagio. De pronto, la interacción con el otro se ha vuelto la fuente de todos nuestros males. Si nos acercamos a alguien, peor si lo tocamos, nos puede contagiar un mal que nos puede llevar a la muerte. Súbitamente la base de la vida social, la interacción entre las personas, especialmente el encuentro cara a cara, se ha convertido en una amenaza. Estamos ante una contradicción de fondo, la vida social, que nos hace humanos, puede a la vez terminar con nosotros. Esta matriz del miedo nos produce, ante lo desconocido, una profunda incertidumbre. Casi podríamos decir que el miedo al contagio nos inmoviliza y hace sentir impotentes frente a una situación que asumimos, casi en automático, que no podemos manejar. Pero los optimistas me dicen que el aislamiento, comprendiendo la explicación científica de por medio, es también un mecanismo de solidaridad, no lo sé. Quizás para los que estamos en una planilla y tenemos comida en casa, pero no quiero pensar en la mayoría de esta ciudad y este país, que vive al día, pero no tiene voz ni voto, ni estudio de abogados que lo represente, en la toma de decisiones cotidianas al más alto nivel. Sin embargo, me insisten, la amenaza del contagio nos puede llevar a dos caminos, seguramente hay más, que no sabemos aún si opuestos o paralelos: el abandono ante fuerzas que consideramos superiores para que nos devuelvan a la normalidad o el protagonismo progresivo que nos permita empezar a pensar en algo distinto de la normalidad que nos trajo a este presente caótico. Me dicen que en el entuerto del miedo y la solidaridad puede surgir una conciencia frente al peligro y que de allí pueden crearse condiciones para que el futuro no sea la peste. Esta peste u otra peste. Ojalá.
Pensar desde el miedo al contagio es difícil. Pensar en la solidaridad, la presente frente a la pandemia y la futura para pensar en un mundo mejor, es más difícil aún. Pero es el reto, para eso estamos aquí y ahora. Desde el miedo al contagio entonces hay que pensar en la cura. ¿Cuál es esta?
En lo inmediato los medios nos llenan todos los días con las recetas, indispensables, por cierto, de las medidas contra la pandemia, primero la cuarentena y luego la vacuna. Sin la primera afrontamos una catástrofe, sin la segunda tener al virus dando vueltas para siempre. Hay esperanzas razonables que ambas funcionen, ha habido pandemias antes y ambas se han producido y han cumplido su cometido. Sin embargo, ¿qué es distinto ahora?
La globalización neoliberal que controla el planeta. Una globalización que así como llenó los bolsillos de los dueños del mundo en los últimos cuarenta años ahora nos llevará a una recesión, nacional y mundial, de la que solo se discute si será de uno o dos dígitos. Esta globalización ha tenido dos efectos sustantivos que hoy podemos ver con claridad: la destrucción de la naturaleza priorizando la obtención de una determinada ganancia y la profundización de la desigualdad social. En ambos casos nuestro país, el Perú, es lamentablemente un ejemplo mundial. Esta globalización destructora es la que multiplica las posibilidades de que se produzcan episodios de zoonosis, es decir del salto de agentes patógenos del mundo animal a los seres humanos, como parece haber sido el caso del coronavirus y de otras varias pandemias contemporáneas. Pero al mismo tiempo permite la difusión planetaria casi instantánea del virus en una humanidad mayoritariamente indefensa. Si a esto sumamos la aguda desigualdad producida, el centro-periferia repotenciado, entre regiones del mundo, países, clases sociales, géneros, pueblos y culturas; tenemos que esta no es, como también se nos quiere vender, una pandemia democrática, sino que afecta a cada cual según sus recursos y posibilidades.
La cura tiene entonces un primer momento con la contención del virus, vía cuarentena y vacuna, pero necesariamente, uno segundo que significa el futuro y que no podemos confundirlo con la vuelta a la normalidad. Este futuro no tenemos otra forma de entenderlo que, como la construcción de una nueva voluntad, la puesta en curso de un camino alternativo a la globalización neoliberal, seguramente progresivo y reformista, pero no por ello menos intenso y claro, para cambiar la relación depredadora con la naturaleza y la aguda desigualdad producida en las relaciones humanas. Una primera cuestión al respecto es la reivindicación de lo público frente a lo privado. ¿Quiénes han salido, con todos sus problemas, en defensa de sus ciudadanos? Los estados nación que conocemos, como la primera manifestación de lo público, con su soberanía arrasada en muchos casos, pero allí se mantienen, aunque sea solo de nombre. Me hubiera gustado que, a un problema indudablemente global, se hubiera podido dar una solución global. Pero justamente el tipo de globalización promovida por y para los más ricos lo impide, porque no es la solidaridad sino la codicia lo que está al mando.
Por supuesto que la respuesta estatal ha sido diferente. De una manera imperial, abusiva y finalmente ineficaz los Estados Unidos, asaltando cargamentos de material sanitario destinado a otros países para enviarlo a su territorio; la vieja Europa con sus antiguos estados nacionales muestra también limitaciones, pero lo viene haciendo mejor que su aliado atlántico; sin tanta omnipotencia y mucho mayor eficacia, aunque no sabemos con cuánta democracia, la República Popular China; y con una grave debilidad que los pone en cuestión como tales, los estados del sur global temerosos de que se desborde la pandemia y no tengan cómo contenerla. Pero los estados nación; imperiales, débiles o en formación, persisten. En este marco, hay necesidad imperiosa de reivindicar lo público, lo que es de todos, el hogar de la solidaridad. Sobre estos pilares de defensa del interés general es que podremos construir sociedades democráticas.
Lo público, sin embargo, no es una abstracción, se expresa en derechos que se traducen en servicios. En esta coyuntura han saltado a la luz tres de ellos: la salud, la educación y las pensiones. La primera línea de defensa frente al virus han sido los sistemas públicos de salud, asaltados en las últimas décadas por la privatización, pero lo que queda de ellos es lo que ha enfrentado la pandemia. En el caso peruano con un presupuesto magro, a la cola de América Latina, pero haciendo de la necesidad virtud. En la educación no nos ha ido mejor, se ha iniciado falsamente un año escolar que no es tal, continuando con el engaño institucionalizado a la comunidad educativa. En las pensiones, aparece nuevamente la práctica inexistencia de un sistema que cuide por las personas mayores y su sector privatizado revela una vez más que le interesa la ganancia de los dueños de la AFP antes que el bienestar de los aportantes. ¿Alguien mínimamente interesado en el bienestar social puede seguir pensando que estos servicios deben continuar siendo negocios?
¿Cómo vamos entonces de la necesidad de dar solución a problemas inmediatos y angustiantes de las mayorías principalmente pobres, a la reivindicación no solo de lo público inmediato sino de lo público estratégico? En términos políticos este es el nudo mayor para tener un país y un mundo distintos luego del coronavirus. En lo inmediato la gente afronta el tema de la sobrevivencia. Tenemos una economía, producto del modelo económico neoliberal, que genera una mayoría, casi el 80% de la PEA, informal. Esta mayoría necesitan salir a la calle todos los días para ganarse el sustento, de lo contrario pasan hambre. El Estado debe darles un subsidio suficiente para esta etapa de la cuarentena, ya que lo desembolsado no es tal. Más cuando nos enteramos de la mayor libertad para despedir trabajadores aprobada y del reparto del subsidio que ha planteado el gobierno de Vizcarra, que le daría más del 90% a las empresas y solo una muy pequeña porción a las personas y a los servicios de salud. A esto se suma el desprecio por la agricultura familiar, que es la que produce alimentos, cuando las iniciativas se enfilan a la agroindustria y a la agricultura de exportación y se deja de lado cuidar lo que comemos. Haber pensado el reparto frente de esta manera es un reflejo de cómo se ha venido conduciendo el país en las últimas décadas y desde la urgencia de hoy podemos concluir que esto no se puede repetir. Sin embargo, un hecho tan sencillo nos hace ver que si dejamos intocado el modelo económico que produce esta situación, esto se va a repetir. Esta normalidad, la zona de confort de los que más tienen, es a la que no debemos regresar.
La importancia del Estado, de lo público sobre lo privado, de los derechos sociales, de una economía para la gente, de la solidaridad frente a la codicia, al fin y al cabo. Allí nomás tenemos elementos suficientes para un programa distinto que nos ponga en otro rumbo. Se trata de articular la experiencia inmediata, que se está grabando en la memoria por adquirirse en condiciones de miedo al contagio, con la necesidad de construir una democracia que responda a las demandas de la sociedad y no a las exigencias del mercado. Agravado todo esto por la aguda recesión que se nos viene y que no sabemos cuánto va a durar. En el marco de estas, muy serias dificultades, es que debemos asumir que la cura no es otra que establecer esta relación para que se cree una voluntad colectiva distinta a las opciones de retorno a la normalidad existentes.
Estamos, sin embargo, en un momento en que ninguna relación es necesaria, porque la angustia de la sobrevivencia, por coronavirus o por hambre, puede también llevarnos a la parálisis y finalmente al acomodo. Hay que convertir entonces, con un esfuerzo de la voluntad, esta relación en necesaria y ojalá que para la abrumadora mayoría en indispensable.
Sin embargo, a pesar de la contundencia de la pandemia y de los argumentos, son tan fuertes las posiciones de poder de esos pocos que tienen y tan insistentes sus evangelios justificatorios, que nuestra pequeña/gran hazaña sería avanzar a la cura de a verdad, a lo público estratégico.
Publicado originalmente en Otra Mirada.