El naufragio de los tecnócratas
A 25 años de su aparición la tecnocracia que paulatinamente reemplazó a los políticos de los partidos tradicionales está a punto de llegar a su fin. Curiosamente esto sucede cuando se cumple lo que hubiera sido el ideal de los primeros tecnócratas neoliberales: tener un gobierno cuyo gabinete ministerial está casi totalmente conformado por tecnócratas. Paradójicamente esto los acerca a sus funerales.
El destino del grupo tecnocrático ha despertado interés en los comentaristas, pero la mayor parte de los mismos, de los que es un ejemplo Martín Tanaka (La República, 12/2/17 y 19/2/17), señalan que se trata de usar mejor la institucionalidad existente. Creo que lo que vemos en estos días es más profundo y tiene que ver con el naufragio del objetivo tecnocrático de convertirse en clase política.
Max Weber, cuando señaló los rasgos del estado moderno (habría que ver si somos uno), dijo que este se caracterizaba por su burocracia, un grupo de administradores profesionales supuestamente al servicio de los políticos de turno, léase la clase política. El ideal promovido por el Consenso de Washington en América Latina fue reemplazar, en la medida de lo posible, a los políticos tradicionales con tecnócratas. La nueva mezcla fue llamada por Jorge Domínguez, profesor de Harvard, “technopol”, se suponía que un tipo de político eficiente y honesto que sería pieza clave en la reconstrucción de los estados de la región. Una nueva clase política.
Los technopols en el Perú tuvieron problemas para conformarse y reconocerse, pero fueron avanzando poco a poco. Primero controlaron el Ministerio de Economía y Finanzas y sus instituciones afines. Luego los ministerios de la producción, para que dejaran de promover la producción. Siguieron con los sectores sociales: Salud, Educación y Seguridad Social (AFPs), para poner esos servicios públicos en el mercado. La descentralización no les interesó pero centralizaron todo lo que pudieron, aunque no se han caracterizado por capturar gobiernos regionales. Eso sí los ha distinguido siempre pagarse, a ellos y a sus allegados, sin necesidad de ocupar los máximos puestos de responsabilidad en sus reparticiones, sueldos jugosos a costa del tesoro público, sin preocuparse por los magros haberes de los demás.
La fuente de legitimidad social de los technopols ha sido el supuesto conocimiento que poseían y el carácter neutro del mismo que habrían aplicado al manejo del estado. “Ellos saben lo que hacen” ha sido la manera de reconocerlos públicamente y reconocerse que han tenido. Ha sido muy difícil durante estos 25 años de hegemonía neoliberal cuestionar las decisiones “técnicas” que venían tomando, por más que existiera harta evidencia de error e incluso de delito. La razón era sencilla, frente a los pasados dislates de la partidocracia habían convencido a la gente.
El modelo administrado por los technopols funcionó en los primeros años de este cuarto de siglo neoliberal. Primero, facilitando los grandes negocios, para luego poner los bienes públicos en el mercado y terminar facilitando el asalto de las arcas públicas para que sirvan de capital de trabajo a sus relaciones sociales y/o corruptas, lo que tiene su ejemplo más reciente en el caso del aeropuerto de Chinchero en el Cusco. De esta manera las facilidades puestas en funcionamiento por Montesinos en los noventas dieron paso a la maraña contractual y las múltiples adendas de las primeras décadas del siglo. Así, no tenemos ya solo al technopol sabihondo, ahora tenemos al technopol lobista y en un futuro próximo parece que también al technopol coimero. Los pilares de la figura del technopol muestran así pies de barro.
Las aspiraciones de convertirse en clase política de estos tecnócratas neoliberales parecen haber caido por tierra y sus posibilidades de recuperación son mínimas, salvo que endurezcan ellos mismos el régimen político. El problema es que el único reemplazo a la vista son los políticos chicha del fujimorismo que no trepidan en detalles para conseguir sus objetivos. Urge por ello una reforma que promueva un nuevo tipo de político, ajeno a la tentación por lo ajeno y que se considere nacional de este Perú y representante del pueblo, no de su bolsillo.